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“QUIENES ESTAMOS CONSCIENTES DE LA GRAN OBRA DEL GOBIERNO MILITAR,
ANULAREMOS NUESTROS VOTOS EN LAS FUTURAS ELECCIONES (DE CONCEJALES),
EN DEMANDA DE LA LIBERTAD DE LOS SALVADORES DE CHILE ENCARCELADOS,
Y POR EL FIN DEL PREVARICADOR ACOSO JUDICIAL EXISTENTE EN CONTRA DE ELLOS”

sábado, 23 de abril de 2011

Eichmann en Jerusalén: Un juicio a la banalidad del mal

Domingo 17 de Abril de 2011
Juan Ignacio Rodríguez Medina
Ricardo Klement volvía a su hogar en Buenos Aires después de otra rutinaria jornada de trabajo. Eran las seis y media del 11 de mayo de 1960. Bajó del bus, dio algunos pasos y fue abordado por tres hombres que lo apresaron y lo subieron a un auto en el que lo llevaron a una casa a las afueras de la ciudad. Cuando los secuestradores le preguntaron quién era, Klement respondió: “Soy Adolf Eichmann. Ya sé que estoy en manos de los israelitas”.
Se trataba del mismo teniente coronel de las SS que había estado a cargo de toda la logística para transportar a millones de judíos hacia los campos de concentración donde serían exterminados por el régimen nazi. Días después de su secuestro, Eichmann fue trasladado al aeropuerto de Ezeiza —vendado, bajo efectos de sedantes y con un pasaporte falso—, donde abordó un avión de El Al (la aerolínea nacional de Israel) que lo puso en territorio hebreo para enfrentar un juicio por “crímenes contra el pueblo judío, crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra” (el episodio motivó una grave crisis diplomática con Argentina, que juzgó el secuestro como una violación a su soberanía). El proceso se inició el 11 de abril de 1961 y terminó el 31 de mayo de 1962 con Eichmann en la horca.
Hoy el mundo conmemora cincuenta años de dicho litigio con exposiciones en París, Berlín y Jerusalén que muestran imágenes, documentos y pertenencias que reconstruyen diversos momentos de la trayectoria de Eichmann, incluido el juicio en Israel.


El juicio de Arendt
Cuando supo la noticia de la captura de Eichmann, Hannah Arendt —la reconocida filósofa judío-alemana autora de “Los orígenes del totalitarismo”— se contactó con William Shawn, editor del “New Yorker”, para ofrecerse como reportera del juicio. Shawn aceptó y el resultado de esa experiencia apareció en febrero y marzo de 1963 en la revista norteamericana y luego —en mayo del mismo año— se publicó como libro bajo el título de “Eichmann en Jerusalén” (corregido y aumentado en 1964).
Tanto María José López —académica del Departamento de Filosofía de la Universidad de Chile— como Miguel Vatter —del Instituto de Humanidades de la Universidad Diego Portales— destacan que el juicio a Eichmann y la reflexión de Arendt sobre el mismo abren el camino hacia la comprensión de un nuevo tipo de crimen, a saber, aquel que se comete contra la humanidad, más allá de las filiaciones nacionales o raciales. Dice Vatter: “Creo que su tesis es que lo monstruoso de este crimen, antes incluso de ser un problema racista, es que se le decía a una parte de la humanidad que no tenía lugar en el mundo”. Complementa López: “La visión de Arendt deja ver cuestiones que desde la reflexión acerca de la experiencia moral contemporánea son importantes: qué clase de crímenes son los que comete el Estado en un sistema totalitario, por qué motivos se cometen. Una responsabilidad que a diferencia de la culpa no es sólo de quienes mataron o torturaron, sino también de aquellos que callaron, que miraron para el lado, que no quisieron ver”.
La obra le significó a Arendt un durísimo enfrentamiento con sectores judíos. Según narra Elisabeth Young-Bruehl en “Hannah Arendt. Una biografía” (Paidós, 2006) se volvieron en su contra el consejo de Judíos de Alemania y la Liga Anti-Difamación. El rabino Gerschom Scholem la acusó de tener poco “amor al pueblo judío”. En la Universidad de Chicago muchos profesores la evitaban. El fiscal del caso Eichmann, Gideon Hausner, llegó a Nueva York para “responder a la estrafalaria defensa de Eichmann llevada a cabo por Hannah Arendt”. Se dijo que “había traicionado a los judíos”, que su lenguaje era “diabólico”, que era una “judía que se odiaba a sí misma”. Se la colocó entre los “enemigos” de las víctimas, se habló de “pseudo profundidad”, se la calificó como “la Rosa Luxemburg de la inanidad”. Hasta se cuestionó su capacidad científica (“la señora Arendt no transmite información digna de confianza”).
¿Por qué tanta beligerancia? Primero, porque Arendt hablaba de los tratos entre los nazis y los Consejos judíos europeos para salvar a algunos de los suyos en los siguientes términos: “Condujo a una situación en la que la mayoría formada por los judíos no seleccionados se encontrara inevitablemente enfrentada con dos enemigos: las autoridades nazis y las autoridades judías”. Segundo, porque criticó la “espectacularidad” del juicio y su inclinación a lo emotivo antes que a los hechos. Tercero —y desde una perspectiva filosófica es esto lo más importante—, porque llegó a una conclusión chocante respecto del actuar de Adolf Eichmann y muchos de los que vivieron al alero del nazismo: se trataba de un mal superfluo, banal. Eso generó escándalo: ¿Cómo podía ser banal el crimen nazi?
“Deberás matar”
Cuando Arendt vio por primera vez a Eichmann en el tribunal pensó que se trataba de un hombre “ni siquiera siniestro”. Una impresión que corroboraría a lo largo del juicio: contra lo que ella misma pudo pensar, no era un monstruo, no había nada excepcional o grande en él, era un hombre normal, tal vez inquietantemente normal. Obediente. Un hombre que en la “debacle moral” alemana se sumió en la inversión valórica, en la nueva normalidad que ahora decía: “Deberás matar”, “deberás mentir”. Eichmann —descubrió Arendt— era incapaz de pensar.
María José López habla de “un criminal burocrático”, con motivaciones banales: (“cumplir con su deber”, “caerle bien al jefe”): “Esto es lo que impresiona a Arendt y lo interpreta como una “incapacidad para pensar”, incapacidad de una reflexión crítica del entorno, de saber dónde y en qué se está, de orientarse en el mundo”. Vatter agrega: “Arendt insiste en el hecho de que este señor estaba siguiendo la regla de una manera ciega. Aparece un gran problema, el problema del juicio. El momento de la aplicación de la regla, de entender qué regla voy a aplicar y cómo en esta determinada situación, ese es el juicio”.
Tómese como prueba de la banalidad de Eichmann dos reacciones suyas. La primera, antes de ingresar a las SS, la tuvo cuando en su trabajo (era vendedor) lo trasladaron de ciudad: “El trabajo dejó de gustarme, perdí el interés en concertar ventas, en visitar a los clientes”. La segunda ocurrió a mediados de 1941, cuando su superior lo cita para informarle que “el Führer ha ordenado el exterminio físico de los judíos”. ¿La reacción de Eichmann? “Lo perdí todo, perdí la alegría en el trabajo, toda mi iniciativa, todo mi interés”. En ambos casos, eso era todo lo que le preocupaba.
Sí, el nazi Adolf Eichmann era banal, pero también culpable, en ello Arendt no duda y por eso ensaya una sentencia: “Del mismo modo que tú apoyaste y cumplimentaste una política de unos hombres que no deseaban compartir la tierra con el pueblo judío ni con ciertos otros pueblos de diversa nación, nosotros consideramos que nadie puede desear compartir la tierra contigo. Esta es la razón, la única razón, por la que has de ser ahorcado”.
Eichmann —muestra la autora— era un hombre lleno de clichés y frases hechas. Incluso frente a su propio final. Dijo que no creía en una vida después de la muerte, para —enseguida— agregar: “Dentro de muy poco, caballeros, volveremos a encontrarnos. Tal es el destino de todos los hombres. ¡Viva Alemania! ¡Viva Argentina! ¡Viva Austria! Nunca los olvidaré”.
De ahí la conclusión de Arendt: “Fue como si en aquellos últimos minutos resumiera la lección que su larga carrera de maldad nos ha enseñado, la lección de la terrible banalidad del mal, ante la que las palabras y el pensamiento se sienten impotentes”.

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